domingo, 15 de marzo de 2009

VALE CUATRO

Me miró firme a los ojos unos segundos, procuró mi atención. Sujetó con fuerza mi cuello distante del suyo lo que su brazo antojaba en un vaivén pendular que se extinguía conforme me sentenciaba con su mirada.
Te quiero loco, dijo, y sostuvo su mirada como si completara con ella un discurso sordo e indescifrable.
Ya se habían ido los otros, fue el último.
Quedaban algunas sustancias mal usadas, unas botellas arrinconadas con apuro y vestigios de una noche vertiginosa e insolente.
No pensaba con claridad. No podía pensar siquiera como reflejo, lidiaba entre la absurda paranoia y la espesura de esa ansiedad tan puntual y recurrente venganza implacable de la cocaína, necesitaba descansar. Sin embargo, como profético artilugio de defensa, se me impuso en ese mismo instante, un sentimiento concreto de alerta, de vértigo misterioso y fatal, inflamado quizás por aquellas últimas palabras.
Tiempo después condenaría mi indiferencia, pero ya sería tarde.
Desperté casi terminado el día siguiente, parte de mi reclinado sobre el sillón, parte sobre la alfombra, otra parte en pensamientos desordenados, densos, llenos de incertidumbre.
Noté, con el retardo de rigor, que no había despertado sólo. El teléfono bramaba alternando histeria y misericordia, me incorporé como pude, el espacio se me presentaba ajeno y excluyente. Rastree el aparato como ciego, con la única pista de su sonido, histérico.
La voz era clara aunque no la reconocí de inmediato. Se mató. Una bala en la cara.
Tenía mas respuestas a mi alrededor que preguntas por hacer.
Colgué el tubo, arranqué el aparato sin atención, como por necesidad, torpe. Lo deje caer mientras recorría absorto cada rastro reciente de su presencia.
No iba a dejar arrebatarse la dignidad, pensé. De ninguna manera, mucho menos por aquel fatídico diagnóstico, era de causas más importantes. No iba a dejar arrebatarse la dignidad, aquella que agitaba cuando imputaba desafiante y eufórico al hombre moderno, o al establishment, o a la oligarquía, o a las petroleras. Cuando exultante citaba casi textualmente “las venas abiertas de América Latina” o cuando condenaba escupiendo rabia a “esos mercaderes de mierda que han existido desde siempre, tan serviciales como lacayos y que todo lo corrompen a su andar, con una estela creciente de desgracia y vicio”.
Días atrás, como presagio de su destino citaba orgulloso y turbado al Che “si avanzo seguidme, si me detengo empujadme, si retrocedo matadme” decía, y proclamaba tal vez la naturaleza de ciertos hombres que ven con hidalga facilidad una totalidad, un organismo viviente e iracundo allí donde otros tantos sólo ven desgraciados, fulanos y estadísticas.
Brillaban sus ojos cuando en palabras elocuentes y sinceras se le iba su ideología, cuando sabia que a todos un poco, nos revelaba cosas que nadie ve, que poco valen y que ninguno respeta.
Y se fue, pero hable con Dios, ese dia y los que le siguieron, y le exigí entre crujidos, entre patadas y llanto que le reservara un buen lugar allá, el lugar que no consiguió en esta tierra infértil y miserable.
El tipo se fue, no escapando, no, mas bien gambeteando a su manera en la jugada que eligió y supo la mejor, alegre y gentil, derrochando dignidad, sin mesura, como unos pocos.